Los días del fin de semana anterior a éste pasado fueron bastante frios en el interior de la Península. Aún así nos decidimos a salir con -3ºC grados a la ida y -4ºC a la vuelta ya atardeciendo. En el monte se extendía un manto blanco, no producto de la nieve, sino de la escarcha acumulada durante la noche, todo parecía color grisáceo hasta que el sol derretía por momentos el hielo de las plantas que volvían entonces a tomar su color verde, el cual sigue ahí escondido esperando la llegada de la primevera, como casi todos nosotros.
Aparte del hielo y del frio no fue una jornada muy destacable, salvo por el magnífico encuentro a distancia con un corzo macho al que estuvimos observando más de una hora con los prismáticos. Ya tenía sus cuernitos nuevos con esa pelusa aún que los caracteriza en esta época y que los hace parecer esponjosos. Nos deleitó con su tranquilidad, sus paseos comiendo, sus sesteos al sol y su serenidad, a pesar de oirse en la lejanía los disparos de los cazadores. Me parece mentira que alguien tenga la osadía de dar muerte a un animal así, tan bello, tan tranquilo, que simplemente hacía su vida tan plácidamente como cualquiera de los que observábamos. Fue muy satisfactorio mirarle hasta que bajó a beber al rio desapareciendo entre la maleza. Una pena que no pueda poner vídeo ni fotografías porque apenas se distingue bien debido a la distancia, pero fue muy enriquecedor. Se vuelve uno a casa con el espíritu renovado.
Por lo demás, ya por la tarde en el pueblo de partida, nos jalearon a la llegada los perros que lamían el hielo de una fuente subidos en el mismo agua ese día completamente congelada y sólida. Nos hicimos amigos cuando dieron buena cuenta de los sandwiches que nos habían sobrado durante la jornada y ya no pararon de defendernos con sonoros ladridos ante cualquier cosa que se acercarse a nosotros, se sentía una privilegiada aunque el dicho "por el interés te quiero Andrés" vendría muy bien para explicarlo.
Entre la oscuridad acompañados del aumento en frecuencia de los ladridos, como almas fantasmagóricas aparecieron dos personas vestidas de blanco, cargadas con una especie de artilugio sobre los hombros, que creo se llaman amugas o angarillas, con dos cuernos en las puntas anteriores y unos cuantos cencerros que hacían sonar mientras corrían. Detrás otras dos personas con un gran caldero. Pensé que ya era mi hora y que las ánimas del más allá venían en mi busca no precisamente desde el cielo sino desde el infierno, pero no, recordé que estábamos en carnavales. Simbólicas sus carreras por las calles vacías del pueblo. Era lo único que le daba vida junto con los perros a aquellas cuatro casas.
No sé por qué me dió por pensar que estas tradiciones en un pueblo tan pequeño y vacío se perderían algún día. Me parecía estar metida dentro de un documental en blanco y negro titulado "Los pueblos de España" viviendo una escena ancestral, que desaparecerá con el paso del tiempo como han ido desapareciendo tantos pueblos y tantas de nuestras costumbres rurales, y me sentí privilegiada otra vez.